Visita al Louvre, verano del 2023

Si habéis reparado en la fotografía que encabeza mi presentación, seguramente habréis notado que mi rostro guarda un parecido con alguien a quien quizá ya habéis visto, aunque no sea exactamente la imagen de alguien tan común. Mi buen amigo Leo, el pintor de Firenze, un hombre de esos que se pierden entre la bruma de las ciudades olvidadas, decidió un día hacer una copia de mi semblante, aunque, como siempre pasa con los artistas, encontró algo que no le encajaba. La barba, decía, no le pegaba al personaje que quería retratar. Y así fue como, en un arranque de improvisación, se acercó a la primera mujer que cruzó por el callejón donde tenía su estudio. Le cambió la cara y, como si nada, convirtió el retrato en una obra maestra de su propia invención.
Yo le dije, con la misma calma con que se habla de un buen vino, que había acertado. Le sugerí que la vendiera a Francisco I de Francia, quien, por supuesto, no repararía en el precio si le ofrecían un cuadro tan peculiar. Hoy en día esa obra, que muchos creen genuina, se exhibe en el Louvre, pero, como suele ocurrir con los grandes secretos, le han arrebatado la cara original.
La cara original, que por una ironía del destino terminó en mis manos, la tengo guardada en algún rincón olvidado de mi casa. Le tomé una foto hace tiempo, la misma que ahora preside este blog, pero hace tanto que no la veo que ya no sabría decir en qué parte del tiempo se encuentra. La buscaré, claro, pero si me perdonáis, me temo que la búsqueda se va a parecer más a una expedición a lo desconocido.
Aprovechando la excusa de esta pequeña anécdota, permitidme contaros cómo nació esta foto. Fue durante un viaje a París, que mi hija había insistido en hacer, movida por el anhelo casi palpable de ver la Torre Eiffel y sumergirse en la ciudad de las luces, un destino tan etéreo que parecía sacado de un sueño. Además de la torre, cuyo esplendor me pareció tan sobrecogedor como la misma ciudad, también decidimos visitar el Louvre. Y allí, como en una danza interminable de gente, se apretujaban miles de almas, todas con el mismo deseo de acercarse a la mítica Gioconda. Estuvimos media hora en una cola que parecía no tener fin, y, al final, cuando por fin llegué ante el cuadro, comprendí lo que muchos ya habían dicho: la Mona Lisa es, en realidad, una miniatura. Aquel retrato que tantos veneran, se veía diminuto, casi diminuto ante la magnitud de las expectativas, y la ironía de la vida hizo que me sintiera tan pequeño en su presencia que, sin pensarlo, decidí aportarle un toque personal. Así que, con una sonrisa algo traviesa, decidí que mi rostro debería formar parte de esa obra inmortal, aunque, entre nosotros, debo confesar que el cuadro ganó mucho con la barba.
Después de esa pequeña travesura, el día se tornó largo y exhausto. El Louvre, en su grandiosidad casi infinita, nos dejó tan cansados que no vimos ni la mitad de sus tesoros. Sin embargo, hubo una sala que se me grabó en la memoria como si fuera un sueño lejano: la exposición de la cultura mesopotámica, que me pareció más fascinante que todas las otras colecciones juntas. Allí, entre fragmentos de antiguas civilizaciones y ecos de un pasado tan distante, sentí que el tiempo se detenía por un instante.
Pasamos cinco días en París, cinco días que, como los buenos recuerdos, se quedaron incrustados en el alma. No obstante, debo confesar que una espina, pequeña pero profunda, me quedó clavada en lo más recóndito de mi ser: no pude visitar el museo d'Orsay. Y eso, amigos míos, bien merece otro viaje, otra excusa para regresar. Ahorraré, no lo duden, para que la próxima vez, entre todas las maravillas de la ciudad, no me quede esa pequeña deuda pendiente.
Bye, bye my friends,
nandoLARA