Buganvilla, Familia, feria

Buenos días, buenas tardes o buenas noches. Hoy he colgado una foto con relato anexo. Una foto poco editada, con motivos florares y personas difuminadas, que me gusta mucho con el título de Flores, Familia, fiesta en la sección de Fotografías con edición ligera, y como toda buena foto tiene su propia historia. Como siempre aquí os dejo su relato:
"Dicen los calendarios que el verano empieza el veintiuno de junio, cuando el sol alcanza su punto más alto y los astrónomos se felicitan entre sí, como si ellos lo hubieran empujado un poquito más arriba. Pero en Alhaurín de la Torre, al menos en mis recuerdos, el verano empezaba antes pero ahora muchas veces piensas que la primavera es verano. En mayo ya olía a jazmín y a calor, las chicharras se ponían en marcha, y los niños, que son los termómetros más exactos de la naturaleza, pedíamos que quitaran el edredón. Así era en mi niñez: el verano se adelantaba como los trenes antiguos que llegaban antes de hora porque el maquinista conocía bien la vía. Hoy, en cambio, el verano parece remolón, como si esperara una señal de la televisión para comenzar.
La feria, eso sí, no perdona su cita. Cada San Juan se viste de farolillos y se llena de ese aire entre alegre y pegajoso que sólo una feria de pueblo sabe tener. Este año, más que nunca, necesitábamos un día así. Marta ya había entrado en esa edad en que la sonrisa se vuelve tímida y el móvil empieza a ser más importante que las estrellas. Héctor, en cambio, seguía siendo un niño, de los que corren detrás de las luces sin mirar atrás. Es una edad bonita, esa frontera incierta donde la infancia se retira a paso lento, como una marea que se resiste a irse.
Mi mujer, que tiene la prudencia heredada de todas las madres del mundo, no quiso darles suelta. Decía que no era cosa de fiarse, que no por nada en particular, sino por "las malas juntas", expresión que usaban nuestras madres cuando alguien del barrio se juntaba con los de la pandilla de abajo, que siempre eran los peligrosos aunque sólo jugasen al trompo. Así que Marta y Héctor fueron bajo la supervisión maternal, que es la versión civilizada del arresto domiciliario.
El ambiente era el de siempre: los puestos de turrón y de algodón de azúcar, el olor a fritanga que se mezcla con el de la hierba recién regada, las voces de los feriantes con su cantinela inconfundible —"¡que me lo quitan de las manos!"—, y las risas de los niños que parecen subir y bajar con las atracciones. Yo, fiel a la tradición, lo primero que hice fue comprar una bolsa de patatas fritas, de esas que valen el doble pero saben igual, quizá por eso mismo: porque lo caro en feria se perdona. Comimos con ansia, menos Maribel, que apenas cogió dos veces. Dice que las patatas le repiten, pero yo sospecho que es que no le gusta pringarse los dedos, o no almacenar calorías innecesarias.
Héctor llevaba todo el día hablando de una atracción que se llama "El Palo". Nombre sencillo, casi inocente, que no hace justicia a la bestia que es. Se trata de una barra larguísima que da vueltas a una velocidad que haría vomitar a un astronauta. Mi mujer, que es de las que se marean hasta en el columpio del parque, sólo con verla se puso pálida. "Ni se te ocurra", le dijo al niño, y Héctor bajó la cabeza con esa resignación muda que uno aprende a base de negativas maternales. Marta, solidaria por obligación, tampoco se montó. Así que se conformaron con las atracciones aprobadas por la autoridad competente: los coches de choque, el tren de la bruja y una especie de péndulo que daba vueltas pero que pasaba los dictámenes de mamá por los pelos.
Y, sin embargo, lo pasamos bien. Porque en familia las cosas tienen otro sabor. La cena fue sencilla: unas raciones de pinchos morunos, sus patatas —cómo no— y una cerveza fresquita para mi mujer y una copa de Rioja para mí. Yo, que soy raro y me enorgullezco de ello, había decidido ir contra la corriente. Mientras la mayoría de la gente llega a la feria sobre la medianoche, nosotros estábamos allí a las ocho y media, cuando todavía quedaba algo de luz y el aire no olía del todo a humanidad. Me gusta ese momento en que el día empieza a entregarse a la noche, cuando las bombillas se encienden tímidas y los niños aún no bostezan.
Y fue entonces, en ese intervalo dorado, cuando ocurrió el milagro. Caminábamos por una de las calles engalanadas cuando vi una rama de buganvilla que asomaba tras una caseta. Las flores, de un fucsia casi insolente, se recortaban contra el cielo que todavía guardaba un poco de azul. Al fondo, mi familia: Maribel vigilando, Marta distraída con el móvil, Héctor con una patata en la mano. Saqué el móvil, encuadré las flores en primer plano y los dejé a ellos en el fondo, borrosos, como si fueran un recuerdo que aún no se ha ido. Clic.
Cuando vi la foto supe que había atrapado algo más que una imagen. Era un instante detenido, una de esas pequeñas revelaciones que te da la vida sin avisar. La buganvilla parecía simbolizar la belleza que se abre sin permiso, y detrás, mi familia, mi razón de estar allí, mi verano perpetuo. Desde entonces tengo esa foto como salvapantallas de mi móvil. Fue tomada en 2023, y cada vez que la miro me devuelve el calor de aquella tarde, el olor a feria, el murmullo de la gente, y esa mezcla de alegría y melancolía que sólo da el tiempo cuando uno empieza a notar que los niños crecen demasiado deprisa.
Hay quien dice que la felicidad no se puede fotografiar. Yo creo que sí, pero sólo se reconoce después, cuando ya ha pasado. En el momento, uno está demasiado ocupado comiendo patatas o evitando que el niño se monte en "El Palo". Luego, con los meses, descubres que aquel gesto, aquella risa o aquella luz eran la felicidad disfrazada de rutina.
Al llegar a casa, los niños cayeron rendidos, y mi mujer, antes de dormirse, dijo medio en broma que el año que viene tampoco los dejaría sueltos. Yo asentí, sabiendo que así será y que, cuando los dejemos, probablemente ya no querrán venir con nosotros. Así funciona la vida: uno retiene mientras puede lo que ama, sabiendo que un día deberá soltarlo.
Por eso guardo esa foto como quien guarda una llave. No abre ninguna puerta, pero me recuerda todas las que ya crucé: la del verano de mi infancia, la de los veranos de mis hijos, la de esa feria de San Juan donde el tiempo se detuvo un segundo para que yo pudiera entender que la belleza y el amor se parecen mucho: ambos ocurren en un instante, sin aviso, y duran para siempre si se saben mirar."
Espero que os haya gustado tanto la fotografía, como el relato pausado que le acompaña.
Bye, bye my friends,
nandoLARA
