Excursión al corazón líquido de Málaga

Buenos días, buenas tardes o buenas noches; depende ustedes, de su lectura, gracias. Hoy he publicado una fotoedición muy bonita en la sección de Fotografía con mucha edición titulada "Excursión al corazón líquido de Málaga". Recordáis que hace pocos artículos publique una foto que no era mía, que era de la IA, pues este fin de semana tuve la oportunidad y suerte de hacerla yo. Después de hacerla, como cuento en el relato de mi experiencia, la edite y me quedó muy bonita. A continuación os relato como se hizo, espero que os guste:
"Hay días que se deslizan por la memoria como un arroyo entre piedras pulidas: claros, frescos, persistentes. Tal fue aquel domingo en que, empujados por el deseo de aire libre, de paisaje grandioso y de saludable movimiento, decidimos —mi mujer Maribel, nuestros hijos Marta y Héctor, y este humilde cronista— emprender camino hacia los embalses del Guadalhorce, en las inmediaciones de Ardales.
El tiempo nos fue propicio: el cielo, límpido y generoso, dejaba caer una luz dorada sobre las laderas aún húmedas por las lluvias recientes. Los montes, que parecían haber bebido el agua con ansia, se vestían de verdes intensos, salpicados aquí y allá por los ocres de las rocas y el gris majestuoso de las paredes calizas. El aire, sin ser frío ni cálido, estaba cargado de ese perfume inconfundible de la primavera que despierta: mezcla de tierra mojada, pinos viejos y agua viva.
Al llegar a la zona de los embalses, comprendimos de inmediato que la Naturaleza —esa señora caprichosa y generosa— había decidido lucirse. Las aguas estaban llenas, pletóricas, como si no cupieran ya más en su propio lecho. Parecía como si el paisaje hubiera sido compuesto por algún pintor romántico en un arranque de inspiración divina: montañas que se reflejaban en los espejos azules del agua, senderos que serpenteaban entre la vegetación, y esa calma líquida que convierte cualquier escena en un pequeño paraíso.
Mis hijos, esos adolescentes en tránsito entre la niñez que se va y la adultez que asoma, se despojaron de su habitual pereza tecnológica para entregarse a la experiencia con el entusiasmo del descubrimiento. Héctor se lanzó con su teléfono a buscar ángulos y reflejos, como si de un joven fotógrafo impresionista se tratase; Marta, más contenida pero igualmente fascinada, tomaba planos amplios y jugaba con la luz y las sombras. A ratos, bajaban a tocar el agua con las yemas de los dedos, como si quisieran comprobar que aquello era real, que no era un sueño ni una postal antigua.
Llegamos pronto a uno de los túneles excavados en la roca, pasadizo oscuro que conecta la zona de los embalses con el célebre Caminito del Rey. Y fue allí donde se produjo una pequeña escena doméstica, digna de las más castizas novelas madrileñas: mi mujer, Maribel, que es alma valiente y templada en todo menos en espacios cerrados, se detuvo en seco. La boca del túnel, húmeda y sombría, le pareció el umbral de una prueba infranqueable. La claustrofobia, ese enemigo invisible y cruel, la detuvo. Nos miró con ternura y algo de resignación, y dijo con voz serena:
—Vosotros id... yo os espero aquí, al sol, entre las piedras y las flores.
La dejamos allí, sentada como Penélope moderna, tejiendo pensamientos mientras nosotros nos internábamos en la roca, cruzando el túnel que susurraba goteos y ecos. No llegamos a hacer el Caminito en sí —no era el día para gestas ni vértigos—, pero bastó aquel paso por las entrañas de la montaña para colmarnos de asombro.
De vuelta, con el cuerpo ligero y el ánimo abierto, nos dirigimos a un rincón donde el hambre comenzó a hacer su reclamo: el restaurante El Kisoko, situado a la misma orilla del embalse separado por la carretera. Lugar sin ínfulas pero con alma, donde los manteles eran humildes pero las ollas honestas. Pedí, por instinto y por nostalgia, unas migas, ese plato ancestral que tiene sabor de infancia, de campo y de pobreza noble. ¡Qué delicia! Las comí con fruición, ojalá acompañadas de pimientos y melón, mientras mi mujer tomaba un puchero y mis hijos se repartían carne y coca-colas como si estuvieran en un banquete romano.
La sobremesa fue breve. El lugar, aunque apacible, llamaba a la orilla, al agua, al árbol. Porque allí, no lejos, vi algo que me detuvo el paso y me agitó el alma: un árbol, esbelto y solo, emergía de las aguas como un centinela vegetal, medio sumergido, con el tronco cubierto por el agua que ahora lo abrazaba como no hacía en años. Aquel árbol, en condiciones normales, viviría junto a la ribera, contemplando el agua sin tocarla. Pero aquel día, era él quien estaba dentro, como si el embalse lo hubiese adoptado.
Tomé mi teléfono, un OPPO Find X5 con cámara de precisión exquisita. Me situé frente a él con reverencia, como quien va a retratar a un viejo amigo al que no ve desde hace años. Enfoqué con cuidado, ajusté la luz, esperé el reflejo perfecto... y disparé. En ese instante, el tiempo se detuvo: el árbol, el agua, el cielo... todos se confabularon para regalarme un recuerdo.
Esa noche, en casa, edité la imagen con mimo, dándole aspecto de pintura. No sé si fue el filtro aplicado o la emoción que aún me acompañaba, pero la fotografía se transformó en una especie de óleo digital, de esos que uno cuelga en la memoria y no en la pared.
Y así concluyó nuestra excursión. No fue una aventura épica, ni una hazaña digna de las crónicas antiguas. Pero fue una jornada hermosa, de esas que se quedan en el alma y que uno revive, con el tiempo, no como una salida familiar, sino como un pequeño episodio de felicidad verdadera."
Espero que os haya gustado tanto mi edición, como el texto que escrito.
Bye, bye my friends,
nandoLARA