Vivencias de una romería

12.05.2025

   Buenos días, buenas tardes o buenas noches, de vuestra lectura dependerá. He tardado estos días en publicar algo, lo que me permite el trabajo. Hoy he publicado una foto, en el apartado de Fotografía con Edición Ligera, con el título de "Vivencias de una romería", que plasma la intensidad de un día de romería con los amigos y amigas. Como todas mis publicaciones  tiene su historia que a continuación os la relato:

   "Amaneció en Pozo Alcón con ese temple atmosférico que ni fía ni da calor: la primavera en bata, asomada al porche pero sin atreverse a salir del todo. A eso de las once, mis hijos, Marta y Héctor, seguían enroscados en las sábanas como caracoles de domingo y su madre, Maribel, o sea, mi señora esposa disfrutaba viéndoles dormir tan profundamente. A su alrededor, la casa enmudecía en una calma chicha solo perturbada por los ecos lejanos de la romería de San Gregorio, que ya remontaba la calle Barranco camino de la capilla. Cornetas, incienso y mujeres con mantón y chancleta.

   Cuando por fin los adolescentes dieron señales de vida (alertados por un padre impertinente que es vástago del abuelo Pepe, Maribel tiene menos mala leche), salimos disparados hacia el meollo de la romería, evidentemente, después de los quehaceres de una adolescente para ir guapa a cualquier sitio, o sea, media hora. Llegamos a la ermita justo cuando el cura estaba en plena homilía, predicando con entusiasmo digno de premio Goya. Los chavales saludaron a los abuelos con esa cordialidad exprés que gasta la juventud, y yo, como ateo que en su niñez hizo labores de monaguillo, me mantuve en la periferia del ritual, observando desde el umbral con cara de antropólogo escéptico.

   Concluidos los saludos y los vivas al santo patrón, nos dirigimos al claro entre pinos carrascos que habían conquistado Ani; su hermana ,Eugenia; su cuñado Antonio; y nuestro camarada de Campocámara, al que nombro como Amador, que es como se llama, y el resto como Morcillo, que es su apellido. El sitio, discreto pero acogedor, tenía sombra generosa y acceso directo al Hoyo de los Pinos, donde la parte más folclórica de la romería —léase juerga con regusto a anís y jamón, y los diferentes destilados— ya bullía como buen gazpacho.

   Al poco llegaron los granaínos. Al frente, Manuel (que para mí siempre será Manolo), seguido de Esther (que nunca sabré si va con h intercalada o sin ella) y su retoño, otro Manuel, como si en la familia se hubieran quedado sin nombres a mediados de los ochenta. Al mismo tiempo aparecieron los ilicitanos: Manuel también (no es broma), Pilar y la joven Rocío, hija y heredera de los anteriores. Nuevos en nuestras reuniones achilipúnicas, pero con pinta de haberse aclimatado rápido al clima de calimocho, entremeses y chanza.

   Como manda la tradición, JL y sus vástagos llegaron cuando ya llevábamos dos calimochos y una tapa de almendras. Y sin Feli, que estaba pachucha desde las vísperas. A media tarde, el Largo —que después de comer quiere dormitar tranquilo— bajo al Pozo, durmió y subió a Felicitas con su melena al viento y una chaquetilla de entretiempo (sudadera que no se me malinterprete) que olía a alcanfor y ternura.

   El día transcurrió como mandan los cánones del buen yantar rural. No faltó de nada. El arroz —obra maestra de Anita— fue de matrícula de honor, y llegó a la mesa llevado por el único que podía y sabía hacerlo: Amador. Hubo tortillas variadas (del Mercadona, como sabiamente prescribe Juan Luis), papas fritas con boquerones en vinagre —una auténtica delicia firmada por Manolo— y almendras tostadas, cortesía de Nando (o sea, yo mismo), que, según dicen, no están nada mal. De postre, café y té, acompañados de bizcochos de autor: los de Esther, los de Ani, los de Eugenia… y los de ese limbo repostero donde la memoria se mezcla con el azúcar y cada bocado sabe a celebración. Esta vez Felicita no pudo hacer nada, estaba malita. 

   A media tarde, nos hicieron una visita cafetera otros miembros de los Achilupunes: Anabel y Enrique, que andaban con la familia por algún rincón del monte. Charlamos de lo divino y de lo humano, y, como siempre, surgió aquello de que le doy demasiadas vueltas a todo, que me pierdo en mi propio pensamiento. También hicimos videollamada con los Achilupunes francófonos. Paco —aunque para los demás es Fran el Estanquero— disfrutó la charla con todos los reunidos en el festín, a pesar del frío que transmite cualquier imagen de vídeo desde un móvil. Menos mal que el mío tenía cobertura, porque el resto no encontraban ni su sombra. Al final de las conversaciones, como buen poceño, soltó un sonoro: "¡VIVA SAN GREGARIO!" Y nosotras —sí, Juan Luis, uso el femenino como inclusivo, así que date por aludido— respondimos al unísono: "¡VIVA!

   También faltó Juan. De todos, solo Ani —su esposa— habló con él porque estaba en el hospital porque su padre estaba ingresado. Él es granaíno, y además gracioso (lo cual, dicen, no abunda por Granada), y juntos comparten vida y camino. Se notó su ausencia. Especialmente entre los adolescentes, que lo echan de menos porque les da una chispa especial: con sus ocurrencias, sus anécdotas, sus juegos... y, sobre todo, esos chistes inesperados con los que nos arranca carcajadas a todos. ¡Ah!, y yo también hablé con él. Me ayudó, además, a alargar la birra —que no es poca cosa.

  Como era de esperar —porque la genética adolescente no defrauda— los chavales, azuzados por una hormona con patas y el exceso de azúcar, embarcaron el balón en lo alto de un pino. La operación rescate fue un fracaso que terminó con tres botellas llenas de agua también colgadas en el pino, como si se tratara de una instalación conceptual en honor al San Gregorio y a Newton.

   Al caer la tarde, bajó el termómetro y subió el espíritu comunitario. Nos agrupamos en torno a una lumbre, que le había dado vida al arroz y diferentes viandas de la cena, con madera de aquí y brasas de allá, cada uno hablando de lo suyo pero escuchando lo de todos, que es como se arregla el mundo cuando se tiene un vino en la mano y los problemas se disuelven en brasero y charla.

   Y entonces, lo vi, saqué el OPPO, hasta ese momento no había hecho ni una sola foto, pero vi la estampa: el grupo, la hoguera, las risas. Enfoqué desde arriba, con pulso de reportero rural, y disparé.

   ¿Qué quedó inmortalizado? Nada menos que eso: un puñado de amigos que, tras las fatigas del día, celebraban la vida al calor del fuego y el afecto, como si el mundo no tuviera prisas, ni móviles, ni lunes."

   Espero que os haya gustado, tanto la foto, como lo que representa para mi memoria.

   Bye, bye my friends,

                                      nandoLARA