Lava, bosque, nubes. Tenerife

Llevaba mucho tiempo sin publicar fotos ni relatos. El otro día publique el artículo que relata la fotografía: "Lava, bosque, nubes. Tenerife". La he publicado en la sección de Fotografía con edición ligera. Espero que os guste. Si queréis hacerme cualquier comentario no dudéis en poneros en contacto conmigo.
"A mediados de agosto, cuando el verano parecía haberse instalado para siempre en la piel y en el ánimo, decidimos hacer una escapada distinta desde la costa de Adeje. Tenerife Sur tiene esa cualidad de atraparte con sus playas, sus paseos y el rumor constante del océano, pero también invita a levantar la mirada hacia el interior, hacia esas montañas que parecen custodiar la isla. Así fue como nació la idea de subir al teleférico del Teide, a más de 3500 metros de altura, un viaje que terminó revelándose como una sucesión de paisajes imposibles, resumidos en la imagen que luego llamé "Lava, bosque, nubes. Tenerife".
La mañana comenzó con ese aire cálido y perfumado de sal que envuelve la costa de Adeje. Desde allí, mirando hacia arriba, el Teide se insinuaba entre brumas. Cogimos el autobús bien temprano y emprendimos la subida por carreteras que se retuercen como serpientes. Lo que más me sorprendió, desde el primer tramo, fue la variedad de paisajes que se iban desplegando. En pocos kilómetros se pasa de palmeras y buganvillas en flor, a barrancos secos donde el sol parece no dar tregua.
La carretera ascendía, y con cada curva se abría un nuevo escenario. Al poco, el verde de los pinares empezó a rodearnos. Un mar de troncos altos, rectos, que parecía querer tocar el cielo. El aire cambió: más fresco, con ese aroma resinoso y limpio que solo los bosques de altura saben ofrecer. Allí entendí que la isla no era solo costa ni arena, sino un universo de ecosistemas superpuestos, como si la naturaleza hubiera querido ensayar distintos mundos en un espacio reducido.
Continuamos subiendo, y de pronto el paisaje volvió a transformarse. El bosque quedó atrás y dio paso a laderas pedregosas, de tonos rojizos y ocres, donde la vegetación apenas lograba abrirse paso. Apareció entonces la sensación de estar entrando en otro planeta: la tierra volcánica, áspera y muda, contrastaba con la exuberancia que habíamos dejado apenas unos kilómetros más abajo.
El teleférico nos esperaba al pie de aquel gigante. Subir en él fue como despegar lentamente hacia otra dimensión. Las cabinas se elevaban, primero sobre un mar de rocas oscuras, luego sobre laderas que dejaban ver antiguos ríos de lava solidificada, cicatrices de erupciones pasadas. La altura empezó a hacerse notar: el aire era más ligero, la vista más amplia, la sensación más vertiginosa.
Al llegar a los 3555 metros de altitud, nos recibió un silencio distinto. Un silencio casi absoluto, interrumpido apenas por el crujir de las piedras bajo los pasos de los visitantes. El cielo estaba limpio, de un azul intenso, y las nubes quedaban muy por debajo, como un manto algodonoso que cubría los valles y las costas. Desde allí arriba, Tenerife parecía otra isla: los pueblos, los hoteles, las playas, quedaban reducidos a un recuerdo lejano. Lo que dominaba era la vastedad mineral, el paisaje lunar, la sensación de estar tocando el techo del Atlántico.
Nos detuvimos a observar. Hacia un lado, se extendían coladas negras que parecían detenerse justo en el límite del horizonte. Hacia otro, los pinares verdes se insinuaban entre la neblina. Y más allá, el mar, con un brillo plateado que se mezclaba con las nubes. Fue en ese momento cuando comprendí la fuerza de esa tríada que luego intenté condensar en la foto: lava, bosque, nubes. Tres mundos en uno solo, tres paisajes superpuestos que definen la esencia de Tenerife.
La bajada la se sintió diferente, aunque fuera el mismo paisaje. Quizá porque ya llevábamos en la mirada la impronta de lo que habíamos visto arriba. El teleférico descendió despacio, y con él la sensación de volver poco a poco a la vida cotidiana, al bullicio humano. Pero en cada tramo descubríamos matices que antes nos habían pasado inadvertidos. Las texturas de la roca volcánica, con sus aristas brillando al sol. Los claros en los pinares, donde la luz dibujaba caminos dorados. El contraste radical entre el gris de las piedras y el verde profundo de los árboles.
Al volver a entrar en la zona de bosque, respiré hondo y sentí que ese aire frío y húmedo se quedaba conmigo, como un recuerdo físico de la montaña. Luego, poco a poco, regresamos al calor intenso del sur, al rumor de las olas que ya se escuchaban de nuevo al acercarnos a Adeje. Era como regresar de un viaje a otro planeta para caer otra vez en la orilla conocida del océano.
Por la tarde, al revisar las fotos, una de ellas me atrapó de manera especial. En ella se concentraba lo que habíamos vivido: la piedra volcánica oscura, el verde obstinado del bosque y un mar de nubes que parecía flotar entre ambos mundos. Decidí editarla apenas un poco, lo suficiente para resaltar lo que ya estaba allí. Y al darle un título, no necesité más que esas tres palabras: "Lava, bosque, nubes. Tenerife".
Porque eso había sido la experiencia: un viaje a través de paisajes que no deberían coexistir en un mismo lugar, y sin embargo conviven en armonía. La dureza de la lava, testimonio del fuego que dio origen a la isla. La vitalidad del bosque, capaz de abrirse camino entre la piedra. Y las nubes, que llegan desde el océano y se enredan en las montañas como un velo cambiante. Tres fuerzas que se enfrentan y se abrazan, como si la isla entera fuera un laboratorio de contrastes.
Aquella escapada no fue solo un paseo turístico ni una excursión más. Fue la constatación de que la naturaleza guarda secretos en cada rincón, y que basta mirar con calma para descubrirlos. Tenerife, en ese viaje de Adeje al Teide y de regreso, nos enseñó su esencia: la capacidad de asombrar, de sorprender en cada curva, de recordar que en lo pequeño caben mundos enteros.
Esa noche, mientras el sol se ocultaba sobre el Atlántico y la brisa del sur regresaba con su calor familiar, me quedó la certeza de que esa foto era mucho más que una imagen. Era un mapa emocional, un resumen de un día en el que atravesamos lava, bosque y nubes, y volvimos distintos, con la mirada ensanchada y el corazón agradecido."
Espero que os haya gustado tanto la fotografía, como el relato pausado que le acompaña.
Bye, bye my friends,
nandoLARA