Patinaje en pandemia.

En la galería de los días detenidos —donde la memoria cuelga sus cuadros como si fueran prendas que ya no se usan pero que uno no se atreve a tirar— hay una imagen que merece detenerse con los ojos abiertos: la de una niña suspendida en el aire, en pleno vuelo con sus patines, como si el encierro no hubiera existido jamás. Esa niña es mi hija, y esa fotografía nació en el instante en que el mundo, después de haberse detenido con un estruendo silencioso, comenzó tímidamente a moverse otra vez.
Fue durante aquel confinamiento que aún recuerdo como si lo estuviera soñando. Un tiempo absurdo y detenido en el que los relojes dejaron de contar las horas y solo marcaban encierro. Las calles vacías, el cielo sin pájaros, y nosotros —nosotras, nosotros, todes, como quieran decirlo ahora— encerrados en casas que, por momentos, parecían latir de tanta gente y tan poca vida.
No teníamos perro. Esa fue la primera desventaja. Los perros, entonces, se convirtieron en pasaportes. Pero no importaba. Al cabo de algunas lunas, cuando algún funcionario con corbata desajustada decidió que el pueblo ya podía estirar las piernas, se nos concedieron unas míseras horas de libertad. Y como quien escapa de una cárcel, salimos. A caminar, a rodar, a respirar.
Mi hija, que tenía patines y la costumbre feliz de no tocar el suelo más de lo necesario, se convirtió en cometa. Y yo, que llevaba en el bolsillo el viejo y querido NOKIA 1020 —una reliquia entre los artilugios modernos—, empecé a soñar con capturar no el momento, sino el milagro.
Una tarde, mientras caminábamos entre sombras largas y mascarillas, la vi dar un salto. No fue un salto cualquiera, sino uno que desafiaba el encierro, la rutina, el miedo. Le pedí que lo repitiera. Me aparté un poco, alineé la cámara, contuve el aliento y le dije que volara como nunca. Ella lo hizo. Y yo, con dedos temblorosos pero decididos, tomé la foto.
El resto fue una caricia digital: una ligera edición, apenas un guiño. La foto quedó viva, como si el aire mismo la sostuviera. Luego, como quien no quiere que la belleza se quede en lo efímero, hice una versión más editada, más intensa, más sueño que realidad. Esa es la que pueden ver en la sección de "mucha edición".
Y regresamos. Como siempre, como cada tarde, como cada vez que la libertad se nos concedía a plazos. Volvimos al encierro. A contar los días con la esperanza de que se acabaran pronto, aunque luego —qué paradoja— terminaríamos extrañando ese mundo pequeño donde las fotos eran aventuras y los saltos, libertad.
Maldito o bendito confinamiento, según se mire, ¿no?
Bye, bye my friends,
nandoLARA