Las primeras horas del día dan mucho

23.06.2024

   Un día, en la tranquila mañana de un verano del 2019, me desperté antes de lo habitual. Serían las seis en punto cuando abrí los ojos, no por el ruido ni por la luz, sino por ese pensamiento que a veces te asalta de repente, casi como un susurro en medio del sueño: ¿Qué puedo hacer hoy para hacer felices a mis hijos? A veces la felicidad de los que más quieres se convierte en la brújula de tus días. Me quedé unos segundos acostado, dejando que esa idea flotara en mi cabeza, mientras oía el silencio de la casa aún dormida.

   Me levanté con cuidado para no despertar a mi mujer, que dormía profundamente. Caminé descalzo hasta la cocina, disfrutando de la frescura de las baldosas bajo mis pies, ese contraste tan agradable con el calor que ya se intuía en el ambiente. Me preparé un café solo, cargado, como me gusta, y mientras se hacía, abrí la nevera y saqué un puñado de cerezas que nos había traído mi suegro de sus cerezos la semana anterior. Recuerdo bien su sabor: dulces, jugosas, con esa textura que cruje apenas la muerdes. Exquisitas. Eran casi como una caricia directa del verano.

   Mientras desayunaba, pensé que aquel día merecía empezar con algo especial. No quería quedarme en casa, quería sentir el aire en la cara, sudar un poco, mover las piernas. Así que decidí salir en bicicleta. Me preparé con calma. Fui al garaje, saqué la bici y metí en la mochila un plátano, algo de dinero, por si acaso, y un bidón con agua bien fresquita que había dejado enfriando la noche anterior. Esas primeras horas del día son las mejores para hacer deporte en verano, cuando el sol aún no aprieta y la ciudad parece dormida.

   Eran las seis y media cuando empecé a pedalear. Aún era de noche cerrada, pero en el horizonte ya asomaban las primeras señales de luz, tímidas, como si el día dudara en mostrarse. Me dirigí hacia la playa de Guadalmar, bordeando la desembocadura del río Guadalhorce. Ese recorrido siempre me ha gustado: es tranquilo, lleno de vegetación, y tiene algo de mágico cuando el cielo comienza a cambiar de color. Se escucha el canto de los pájaros, el murmullo del agua, y por momentos uno se olvida de que está tan cerca de la ciudad.

   Tras veinticinco minutos de pedaleo suave pero constante, llegué justo a la desembocadura del río. Paré un momento, bajé de la bici, respiré hondo y miré hacia el este. El cielo era una mezcla impresionante de colores: rojos, anaranjados, dorados, con una calima suave proveniente del norte de África que teñía todo de una luz cálida, casi irreal. En ese instante sentí que el mundo se detenía. Que no había nada más importante que ese momento, esa vista.

   Saqué el móvil, abrí la cámara y disparé. Solo una foto, sin pensar demasiado. Luego, más tarde, le di un pequeño retoque para intensificar los colores, pero la luz ya era tan bonita que apenas necesitó nada. No sé si en el fondo quería que pareciera un atardecer, pero lo cierto es que lo conseguí. Cada vez que enseño la imagen y pregunto a qué hora creen que fue tomada, todos me dicen que sobre las ocho o las ocho y media de la tarde. Sin embargo, fue exactamente a las siete y cuarto de la mañana. Un pequeño truco de la naturaleza, ayudado por un poco de edición, que engaña al ojo y a la mente.

   Después de ese momento casi mágico, seguí pedaleando hacia el puerto de Málaga. El sol ya empezaba a subir, y el calor se hacía notar, aunque todavía era soportable. Llegar al puerto fue como entrar en otro mundo: el bullicio de los barcos, el olor a sal, los primeros trabajadores del día, algunos pescadores preparando sus redes. Me senté un rato, comí el plátano que llevaba, bebí un poco de agua, y simplemente observé. Me sentía bien, en paz, con una energía tranquila.

   Tras un rato, emprendí el camino de vuelta hacia Alhaurín de la Torre. El regreso fue más lento, más pausado, como si no quisiera que terminara la mañana. Al llegar a casa, ya todos estaban despiertos. Mi mujer preparaba el desayuno, los niños correteaban por el salón. Me senté con ellos a la mesa, me tomé otro café, esta vez acompañado de una tostada con aceite y tomate, y compartí con ellos lo bien que me había sentido.

   Poco después subí la fotografía a Picsart, sin muchas pretensiones. Simplemente quería compartir ese instante tan perfecto. La imagen empezó a recibir "me gustas" y visualizaciones. La última vez que la vi, tenía más de cuarenta mil visualizaciones y mil doscientos me gusta. No está mal para una foto tomada sin grandes planes, solo con la intención de atrapar un momento.

   A veces los recuerdos más bonitos nacen de la sencillez. De una mañana cualquiera, un pensamiento fugaz, una bici, y un cielo que parece pintado por un artista invisible. Aquella imagen aún la tengo guardada, y cada vez que la veo, vuelvo a sentir lo mismo que sentí esa mañana: gratitud, calma, y el deseo profundo de seguir creando momentos así.

     Bye, bye my friends,

                                        nandoLARA