Mi pueblo, mi memoria

17.05.2025

   Buenos días, buenas tardes o buenas noches, eso depende de vosotr@s. Hoy he publicado, en la sección de Fotografía con Mucha Edición, la edición de una foto que hice en una caminata que realice por un olivar cercano a casa de mis padres. Entonces vi la mezcolanza que se saborea en mi pueblo. Esta obra la he querido aderezar con un relato que no es mío, es de una compañera de cincuenta años de vida. Coincidimos hace unos meses en la celebración que hicimos la generación de 1974 que de niños convivimos en la, siempre en nuestra memoria, EGB. Ella es Pilar Gallego. Hace unos días me hizo llegar su manuscrito  para contar lo que para ella y su memoria ha sido El Pozo (Pozo Alcón). Me pidió que le hiciera retoques literarios a su manuscrito, y lo hice. Por eso este relato no es mío, lo he podido retocar, pero un relato es una idea que quieres transmitir, por eso, lo que os voy a contar es de PILAR GALLEGO:

 

  "Entre sierras bravas y campos de olivos —con más siglos que ramas—, se abre paso Pozo Alcón, un pueblo donde la vida no se cuenta en años, sino en cosechas, en vendimias, en primaveras que huelen a jara y a pan candeal. Allí, entre la cal del mediodía y la sombra corta del almez, nació una generación numerosa, como Dios manda. Uno tras otro, venían los chiquillos y chiquillas, como si en cada parto se sembrara un futuro, y las casas —que entonces parecían más grandes o nosotros más pequeños— rebosaban vida, ruido y jaleo.

   Hoy, cuando te preguntan:
   —¿Cuántos hermanos sois?
   Respondes con esa media sonrisa que se lleva en el alma:
   —Seis. Bueno, siete...
   Y el de la ciudad, que no ha visto un gallo más que en caldo de sobre, suelta el clásico:
   —¡Vaya! ¡Tus padres no tenían tele!
   

   Y no, no todos tenían televisor. Pero si uno lo tenía, lo compartía. En el pueblo, los bienes eran comunitarios por necesidad y por decencia. Las tardes de toros se veían en la casa del más afortunado, con los niños en el suelo y los mayores opinando más que los comentaristas.

   Somos hijos del campo, aceituneros por sangre y costumbre, y como decía Machado, altivos. No del campo bucólico de postal, sino del campo que duele en las manos, que endurece el lomo y broncea el alma. Poceños, con las uñas negras de tierra, el corazón limpio y la honra por bandera.

   Teníamos canción propia, y no porque alguien la escribiera, sino porque nuestras madres cantaban mientras lavaban en la acequia, porque la vida sonaba a copla y a transistor de pilas. Y como decía la Jurado, “Qué no daría yo…” por volver a oír el grito de mi madre llamándome desde la ventana, por una de esas noches al fresco con la silla baja en la puerta, por el rumor de las vecinas entre macetas; y al clarear la mañana, temprano, a echar el jornal.

   El trabajo era duro, pero había risas. ¡Y qué risas! Con un tomate, un arenque y unas migas bien hechas, se montaba un festín. Porque en Pozo Alcón sabíamos que lo poco, si se comparte, se convierte en mucho. La mesa siempre tenía sitio para uno más, y la palabra valía más que un pagaré.

   Con los años, muchos tuvimos que partir. Nos esparcimos por España como semillas llevadas por el viento: unos al Levante español, otros a Cataluña, algún primo que se fue a Suiza y volvió con un coche raro y acento mezclado. Pero a pesar de la distancia, el corazón nunca dejó de latir al ritmo del tambor de la procesión ni de oler a romero en la Pascua.

   Algunos regresan sólo un día al año. Van al cementerio, dejan flores, repasan nombres que ya son historia y rezan con la misma fe con la que sus abuelos labraban. Porque en este pueblo, nuestros muertos no se van del todo: descansan bajo la misma tierra que trabajaron, y sus recuerdos viven en cada esquina.

   Pese al paso del tiempo, seguimos con nuestras costumbres. Las compras en el mercado —que aún huele a aceitunas y a sardinas—, el aceite que nunca falta en la alacena, la “ligailla” con los de siempre, y el pollo asado, que sabe a gloria si se comparte con amigos o familia.

   Así son los lunes en mi pueblo. Así es Pozo Alcón: un lugar donde lo cotidiano se vuelve sagrado, donde el tiempo pasa despacio y los abrazos son de verdad.

    Este escrito es de una poceña que habla por todos los poceños que un día salimos con la maleta llena de sueños y la nostalgia en el bolsillo. Al ver una foto de mi madre, sentí que no estaba sola. Era ella, sí, pero también era mi tía, mi vecina, mi abuela. Era la mujer de manos fuertes y corazón tierno que nos enseñó a querer sin decirlo, a ayudar sin alardear, a vivir con dignidad.    Gracias a todos por mantener vivas las palabras de antes, por no dejar morir los chascarrillos, los refranes, las bromas sanas y las verdades claras. Gracias por la amistad que no caduca y por el orgullo de ser de donde somos. 

    Sois más apañaos que las pesetas. Y aunque estemos desperdigados por toda España, Poceños y Poceñas somos la caña.

    ¡Y de la buena!"

    A mí, cuando me lo paso, me pareció muy bonito y muy emocional. Espero que os haya gustado la foto edición, que es mia, y el relato, que es de Pilar Gallego.

   Bye, bye my friends ,

                                     nandoLARA