Sorolla y Cartagena

20.10.2025

   Buenos días, buenas tardes o buenas noches. Llevaba tiempo sin colgar foto o edición con relato anexo. Hoy he colgado una foto editada con la zona central sin editar que me gusta mucho con el título de Sorolla y Cartagena en la sección de Fotografías con mucha edición, y como toda buena foto tiene su propia historia. Como siempre aquí os dejo su relato: 

   "Hay veranos que se recuerdan por lo que ocurrió, y otros, como aquel de 2019, por lo que estaba a punto de ocurrir y nosotros, ingenuos, aún ignorábamos. Aquel fue el último verano en que la vida parecía tener la decencia de repetirse con un orden reconocible: las maletas de siempre, los bañadores que ya olían a sol de otros años, el coche cargado hasta los topes y, por supuesto, el destino inamovible, casi litúrgico, de nuestras vacaciones familiares: el Mar Menor.

   La tradición, como todas las tradiciones familiares, había nacido de un acontecimiento familiar. En nuestro caso, el nacimiento de mi sobrina Elena, allá por 2015. Aquel agosto, aprovechando la circunstancia de que su madre, mi hermana —murciana por casamiento y con un poco de acento murciano— había dado a luz en Murcia, y así, decidimos pasar unos días en San Pedro del Pinatar. Nos gustó tanto la experiencia —el agua cálida, la ensalada murciana y el modo en que el sol se colaba entre los toldos como si fuese un familiar más— que, sin darnos cuenta, habíamos firmado un pacto tácito con el litoral murciano: cada agosto, allí volveríamos.

   Ese año repetimos alojamiento en Los Alcázares, en un apartahotel que nos había encantando porque podíamos conseguir un apartamento con salida directa a la zona de piscinas, que tenía un encanto casi entrañable, y un precio que nos hacía sentir inteligentes. Sin embargo, algo había cambiado. El Mar Menor, ese espejo translúcido en el que solíamos ver reflejadas nuestras ganas de descanso, presentaba un tono turbio, como si alguien hubiera vertido sobre él una melancolía líquida. El agua estaba más oscura, menos viva. No hacía falta ser oceanógrafo para intuir que algo no iba bien.

   Aun así, nosotros, fieles a la obstinación turística, nos negamos a dejar que el ánimo se enturbiara como el mar. Cada mañana desplegábamos las toallas con el mismo entusiasmo con que un general despliega su bandera. Y cuando el agua se volvía demasiado densa o el olor demasiado insistente, nos escapábamos a nuestra playa favorita: la del Faro de Cabo de Palos. Allí el Mediterráneo seguía siendo mar en estado puro, con su azul franco, su espuma sincera y sus rocas donde los niños podían fingir aventuras de buceadores intrépidos.

   Recuerdo que ese año, más que nunca, nos dio por explorar. Quizá porque la rutina empezaba a pesar, o quizá porque intuíamos —aunque sin saberlo— que sería el último verano "normal". Una mañana decidimos ir a Cartagena. Ya habíamos estado otras veces, pero la ciudad tiene esa rara virtud de parecer nueva incluso cuando repite el decorado. En una ocasión anterior habíamos visitado el museo de Isaac Peral, con su submarino mítico y su aire de reliquia patriótica; esta vez nos dirigimos al Teatro Romano, donde la piedra y la historia comparten el mismo aire salobre.

   Cartagena es una ciudad que no se anda con tonterías: o te enamora o te fatiga. A mí me pasa lo primero. Tiene ese modo de ser romana y portuaria a la vez, como una dama antigua que todavía huele a alquitrán. Después de visitar el teatro, paseamos por el puerto, disfrutando de esa mezcla entre pasado imperial y chiringuito marítimo que tanto caracteriza a la ciudad. El sol caía con resignación sobre el agua y el aire tenía un temblor de siesta perpetua.

   Y fue entonces cuando la vi.

   Al final del paseo marítimo, una exposición al aire libre mostraba reproducciones de obras míticas de Joaquín Sorolla. Estaban colocadas dentro de unas mamparas transparentes, flotando entre la brisa y el rumor de los turistas. Caminaba distraído, con el helado de limón ya medio derretido, cuando una de las pinturas me detuvo. Era, sin duda, la que más me gustaba. No sabría decir por qué: tal vez por el modo en que el maestro valenciano capturaba la luz o por esa alegría suspendida que había en cada pincelada. Aquella imagen —una escena de playa bañada en blancos imposibles— me recordó las pequeñas obras que yo mismo había editado de fotos tomadas a mis hijos en las playa de una cala de Maro, jugando a ser Sorolla con una edición luminosa.

   Instintivamente, saqué mi Nikon, me la llevé al rostro, encuadré con cuidado y disparé. Quería conservar ese instante, esa comunión extraña entre arte y verano. No sabía si la foto saldría bien —mi pulso tiende a temblar con la emoción estética—, pero me bastó con oír el clic.

   Esa noche, ya de regreso en el apartahotel, revisé la fotografía. Y se me ocurrió un experimento tan ingenuo como improductivo: transformar la parte del cuadro que no era pintura en pintura. Es decir, convertir la realidad que rodeaba la obra —las mamparas, la calle, la gente que pasaba detrás— en un lienzo ficticio. Me pasé buena parte de la noche manipulando la imagen en el portátil, con ese entusiasmo ligeramente febril que uno siente cuando se cree tocado por la inspiración. El resultado, lo confieso, me sorprendió. Había conseguido, de algún modo, pintar lo real.

   A veces pienso que en ese pequeño experimento se resumió todo aquel verano. La sensación de estar viviendo dentro de un cuadro que se desdibujaba poco a poco. El Mar Menor oscurecido, el agua estancada, las risas familiares que sonaban un poco más cansadas, los turistas que aún no sabían que, al año siguiente, el mundo entero se detendría.

   Después vino lo que vino: las mascarillas, el miedo, los aplausos en los balcones, las playas cerradas. Pero en mi memoria, el verano de 2019 se mantiene suspendido como una pintura de Sorolla que empieza a agrietarse. A veces abro la fotografía en el ordenador y la contemplo. No tanto por su mérito artístico, sino porque me recuerda un tiempo en que la realidad todavía podía transformarse en arte con solo un clic.

   Quizá eso sea lo que más echo de menos: la ingenuidad de pensar que todo seguía igual, que cada agosto regresaríamos al mismo lugar, al mismo apartahotel con sus cortinas beige y su aire acondicionado perezoso. Que el mar, aunque enfermo, seguiría esperándonos.

   El verano antes de la pandemia fue, sin saberlo, nuestro último retrato de familia en el Mar Menor. Un Sorolla doméstico, imperfecto, pero luminoso. Y, aunque el color se haya ido apagando, aún guardo el reflejo. Lo miro a veces, con una sonrisa irónica, pensando que —como todo en la vida— la belleza, al final, también se oxida un poco."

   Espero que os haya gustado tanto la foto edición y el relato que la describe su nacimiento.

   Bye, bye, my friends,

                                        nandoLARA